A quien prometí volver a ver
Pensaba en aureolas elípticas, pero en verdad no importa si son circulares. Iba a decir que mejor si oscuras, en contraste con la piel, guiñándole a los párpados y los labios todos, pero hay algo en otros semitransparentes que completan combinaciones angelicales. ¿Nadie se ha fijado en la importancia de estos contrastes? Y qué radical belleza si son como inflamados; no me refiero a la erección erótica que endurece la última puntita, sino al círculo hinchado como cuando en la pubertad reciben la descarga de todas las hormonas, que mejor asociaría con blandura y tibieza. Ella los tenía así. Uyuyuy, lo que podría hacer con esos pechos. Yo puse un billete tras otro para que me bailara hasta que sin darme cuenta no tuve ya para ir al privado con ella. De hecho ya no me quedaba plata para otro trago. Mejor, porque no podría manejar de vuelta. Mira el juego de cintura con esas caderas exquisitas... eso es algo que yo podría tocar sin que vinieran los de seguridad otra vez.
Rosados, su piel blanca como un vaso de leche tibia. Inflados, casi rozando mi nariz tres segundos y me da la espalda; baila, ondula en el escenario descorriendo su traje de baño. Es mi último billete antes de irme. Quisiera quedarme hasta el final, pero no hay final. Todo terminará en mi pieza manipulándome entre las imágenes de la memoria, sin más olor que el mío.
Se levanta al tiempo que baja su calzón y me deja ver esas redondeces que su cuerpo ubica entre líneas que caen semioblicuas sobre los muslos y dos hoyuelos a la altura de las caderas, tan exquisitamente marcados que casi forman un rombo con la “Y griega” de esa irresistible raja. Mientras yo agradecía al creador por regalarme como despedida tan gloriosa visión subiendo y bajando con la música, sus nalgas dieron con el vaso que instantáneamente se hizo pedazos sobre el escenario. Ella se detuvo, volteó, y, deshaciéndose en disculpas, servilleta de papel en mano secando mi falda, ofreció pagarme otro trago; le dije que no se preocupara porque quedaban los puros hielos. Después que una mesera limpió los vidrios, ella empezó otro baile para mí, esta vez pasando sus pechos por mi cara a pesar de más advertencias de los guardillas. Pude sentir su suave dureza cada vez que ella, atenta a los segundos en que no nos miraban, se apresuraba a desoír las reglas del lugar sólo para hacerme el centro de su baile por unos minutos. Yo hice lo mismo acercando mis labios y lengua a esos magníficos pezones. Duró hasta que entró la otra ronda de bailarinas, pero yo me iba con un perfume claramente distinguible en toda mi cara, además de un bonito recuerdo.
Era en verdad una rara criatura. Creo que nunca he visto a nadie como ella; pelo naranjo, ojos realmente verdes, y ese cuerpo y sus siluetas, ese culito hecho a mano, generosamente. Volví un par de veces al Caracol Subterráneo para verla o a otra que la igualara, pero nada. No fue sino hasta varios meses después, tal vez un año o más, que me la encontré. O eso creí cuando vi a la mina en el mostrador de La Cabina, la tienda que sólo conocían los que se atrevían a desafiar ciertas leyes locales. Esa botica era increíble; toda la parafernalia –como la ley la llama–, y detrás de un umbral sin más puerta que un montón de cascabeleantes cuentas colgantes, la mota en bolsitas con denominación de origen y todo.
Por supuesto que la había olvidado, como uno olvida a cualquier mina que no se vuelve a ver en unos días, no importa cuán bonita sea. Yo únicamente iba a comprar una pipa nueva y algo con qué rellenarla. Hojeé unas revistas antes de llegar frente a ella, que leía una. Cuando la vi me sobresalté, la recordé y me impresionó más contemplarla otra vez. Ella no me veía todavía. ¿Se acordaría de mí? No creo, a pesar de la fija forma en que no dejó de mirarme a los ojos aquella vez... Seguramente lo hacía así con todos... era intenso, casi evitaba que yo mirara su cuerpo, aunque no era ese su objetivo porque cuando se tocaba en el escenario era imposible no detenerse en sus movimientos circulares... y ella sonreía sugerentemente, sólo hacia el lado izquierdo de su cara, con una margarita en su mejilla que recordaba los hoyuelos en sus caderas. Estaba seria ahora. Elegí mi nueva pipa a través del mesón de vidrio, tomé un paquete de incienso y me paré frente a ella.
– ¿Eso es todo? –me preguntó, sin dureza ni especial dulzura, pero nunca indiferente.
– También quiero una de esas pipas.
– ¿Cuál, exactamente?
– Esa –dije apuntando a una de las menos caras.
La tomó, confirmando sin mirarme y preguntando “¿algo más?” Era obvio que no había rastro de mí en su memoria... aunque –pensé, al tiempo que olvidaba pasar a la sala de las bolsitas– a lo mejor se trataba de vergüenza o de evitármela a mí. Mientras le pasaba los billetes, decidí probar; pero ¿cómo preguntarle si era una bailarina de topless?
– ¿Tú eres una artista, verdad? –antecedió la pregunta a una corta pausa y leve movimiento de cabeza.
– Sí, ¿cómo sabes?
Yo no respondí. Noté en su media sonrisa que eso había aumentado su curiosidad.
– ¿Dónde me has visto?
Me armé de valor y le dije: – en el Caracol Subterráneo. –Era algo que cualquiera de aquí entendía. Hubo un silencio bien extraño; tal vez no era ella. Mientras me pasaba el vuelto, dijo “no, no creo.”
– Lo siento, te debo haber confundido con otra persona –dije, apresurándome a tomar el paquete para salir. Quería que la tierra se abriera para esconderme del mundo, sobrepasado por los rápidos del Leteo. Cuando salí me rodeaban pedazos de preguntas y una avalancha de imágenes de su lisa piel. Esta vez me tomó más tiempo perder las formas de su cuerpo entre los deseos de mi memoria. No tenía nada más para la mente.
Lleva varios meses, con dos o tres idas semanales, reencontrar los mismos cafés con piernas, sutilmente distintos de otros espectáculos del cuerpo en la “zona central”. Si uno se repite, vuelve a ver a las mismas minas; si no, la mayor parte de las veces ocurre un hallazgo diferente... El legendario minuto dorado y sus variaciones, como el “velorio” del café más risueño, los espejos, la luz ultravioleta, las prendas de Eros, las pieles, la proximidad de la charla, la curvatura del tiempo, la cafeína... ángulos preparados... la variedad que despierta la vida y el sueño.
Hacía tiempo que quería volver aquí porque recordaba que cerraban la puerta para desnudo total por el precio de un capuccino. Tuve que golpear y ansiaba que el show estuviera empezando y no terminando. Me abrieron y me cobraron; la chica se preparaba, me dijeron. Me senté estratégicamente, pedí otro café, encendí un cigarrillo, exhalé y esperé. La música empezó cuando revolvían el azúcar en mi taza. Las luces bajaron y los volúmenes subieron anunciando la entrada de la bailarina. Jugué con el humo que salía de mi boca, haciendo círculos, elipsis.